Esperamos en el monte claro

Juan Carlos Alom enero 2009

Monte soy

Al parecer no fueron tus ojos, Alom. O no sólo tus ojos. Y mucho menos pudo ser tu cámara. ¿Cómo confiar a un oscuro aparato una misión tan delicada? Tomar fotografías se ha vuelto un gesto tan fácil e instintivo que cualquier otro pudo haberlo hecho, ¿no es cierto? Después de todo el monte ha estado siempre ahí. Disponible. Generoso. Su puerta ha estado siempre abierta, como la puerta de cualquier bohío. El mismo río ha continuado deslizándose infatigablemente entre las mismas piedras, a la espera de que los niños vengan a chapotear su eterna desnudez, su alegría, y a dejarse caer en el agua desde el oscilante bejuco. Y allí han estado siempre, quizás con otros nombres, los mismos recios y amables personajes, los mismos cuerpos, las mismas manos endurecidas por el trabajo de machetear, de guataquear, de sembrar, de ordeñar, de impulsar sobre la corriente del río la tosca perfección de los cayucos. Y allí han estado siempre nuestras bellas mujeres. Las madres rodeadas por sus muchos hijos. Es decir, nuestras madres. Las madres de los cubanos.
Pero es mentira que cualquier otro pudo hacer estas fotos. Tomar fotografías no es como pestañear, aunque el mecanismo de ambas operaciones sea casi idéntico. Ni siquiera tiene mucho que ver con lentes, obturadores y diafragmas. Ni con la habilidad o el oficio del fotógrafo, ni con los trucos elegantes del arte. Estoy tentado a decir que la fotografía ni siquiera tiene que ver con los ojos. La fotografía sólo tiene que ver con la luz. Con la calidad de la luz. No con la luz del sol, de las lámparas, sino con una cierta luz que sale del que mira. Más parecida a la luz del candil, del mechero que a la luz eléctrica. Una luz que debe estar situada del lado de acá de la cámara, alimentada por una especie de sol interior, de fogón, de fogata, y sin la cual la imagen fotográfica resulta luego un miserable clon, una duplicación opaca, sin vida, de eso que está allá afuera moviéndose, vibrando. Sin esa luz todo se queda oscuro, oculto, totalmente invisible. Sin esa luz el pájaro sale volando sin dejarse atrapar. La fotografía sólo depende de esa luz. Es por eso que muchos reporteros de ojos prestados y mente postiza no han podido ver lo que tú has visto, ni muchos artistas de gafas oscuras y corazón de excursionista, y ambos regresan de esos lugares picados por los insectos, con las botas llenas de tierra pero sin nada que mostrar, con la bolsa vacía.
Pero digamos que han sido realmente tus ojos, Juan Carlos, que ha sido tu cámara. Así y todo el mérito apenas es tuyo. Lo sabes bien. Alguien antes que tú miró con idéntica curiosidad y ternura esos palos, esas piedras, esos bejucos, esas púas. Alguien antes que tú disfrutó de la comunión con el boniato asado, participó de la silvestre eucaristía de la lonja de cerdo, del tostón de plátano verde servido junto al humilde altar de las olorosas cocinas de leña, de carbón, y recibió antes que tú las cortesías, las ofrendas, la familiaridad de la gente sencilla del monte. Alguien sin necesidad de usar la cámara tomó antes que tú todos esos retratos y fijó para siempre en un papel todas esas sonrisas de cordialidad, de simpatía, y también las arrugas profundas y las muecas de su soledad, de su desamparo, de su pobreza. Alguien que, sin embargo, hace ya más de un siglo escribió muchas veces la palabra esperanza, la palabra patria. Y descubrió de golpe, con el corazón avergonzado y lleno de lágrimas, lo que tú has visto ahora, y que no habían podido ver los ojos codiciosos de Colón, ni los meticulosos ojos del barón de Humboldt.  Sólo aquél  que no pudo dormir porque la noche estaba bella, y oyó quizás por única vez entre nosotros al lagartijo quiquiqueando. ¿Quién más ha podido escucharlo?
Detrás de tu cámara, detrás de tus ojos siempre ha habido alguien más. Y no sólo los ojos iluminados del pequeño José, nuestro primer y único visionario. Un poco antes que él, por esos mismos rumbos, los ojos despavoridos de un negro cimarrón divisaron también con alegría la salvación de un mango maduro, de un ojito de agua, de un trillo enmarañado capaz de confundirle el rumbo a la jauría. Un trillo que quizás poco antes abrió el paso veloz de un taíno que huía también de los arcabuces, de la cruz y la espada.  En realidad, muchos ojos han visto estos parajes. Y luego han torcido la vista, la han desviado. O han decidido mirarla desde el jeep, o a través del calidoscopio del exotismo, del patriotismo bucólico. Ha habido siempre ojos de sobra, y es imposible ahora hacer la historia minuciosa de esas miradas.
Así que ninguno de nosotros puede vanagloriarse de ser original, de mirar estas cosas por vez primera. Ni siquiera pudieron nuestros primeros hombres. Y no estoy hablando de los ojos de Dios ni nada de eso, aunque tampoco habría que descartarlo. Estoy hablando de algo aparentemente más simple: de los antiguos ojos de la jutía, del majá, del sijú, del arriero; de la mirada siempre vigilante del gallo, de la tiñosa. Estoy hablando de los ojos minúsculos del romerillo, del bledo, de la escoba amarga; de los imponentes ojos del jagüey, del sabicú; de la mirada protectora de la yaya y el guayacán, de la palma, de la ceiba. ¿Acaso no han sido ellos los primeros testigos? ¿No han sido esos innumerables ojos los que han ido educando tu visión?
Digámoslo de otra manera. No has ido al monte sólo para mirar, para curiosear, para tomar alguna que otra foto de turista, ni para robarte a hurtadillas la intimidad de sus tesoros y recibir luego el aplauso de la ciudad. Has ido a compartir, a demostrar abiertamente tus deseos de pertenecer, de formar parte, de ser de allí. No importa que haya sido sólo por un momento. Tampoco importa que pertenezcas también a otros muchos lugares. Porque uno pertenece a todos los lugares que ama. Ha sido la intensidad y la sinceridad de ese deseo lo que te ha concedido el honor de la pertenencia inmediata. Y en estos tiempos en que el artista alardea de desapegos y frialdades tu gesto constituye una declaración reconfortante a favor de los sentimientos sencillos y de la pertenencia a un lugar. A un pequeño lugar. Gozaste de no haber sido recibido allí como un extraño. Fuiste para mirar de cerca, para comprobar, para tocar, para estrechar con la palma abierta de tus ojos lo que sabías de oídas, lo que alguien había escrito en su Diario momentos antes de morir. Fuiste no para recoger, sino para entregar, para agradecer, y has recibido a cambio la bendición de haber sido mirado. Porque lo que expresan estas fotos no es tanto la certidumbre de haber estado ahí, de haber mirado, sino de haber sido mirado, reconocido. De que esos ojos se posaran en ti. Esa es tu recompensa. Has escuchado la gran enseñanza y ahora ya  puedes repetirla: en el monte, monte soy.

Orlando Hernández
La Habana, 3 de diciembre 2008

Obras

Ceiba blanca

Juan Carlos Alom 2008

Esperamos en el monte claro

Juan Carlos Alom 2008

Ceiba joven

Juan Carlos Alom 2008

Hombre con majá

Juan Carlos Alom 2008

Palos

Juan Carlos Alom 2008

Artistas